Cuando decidimos vivir en pareja, soñamos con el amor, el placer, hijos, proyectos, ayuda mutua, seguridad; en resumen, una existencia mejor.
Para que la pareja armonice sus deseos, angustias y cóleras, los gestos y las palabras, se deben controlar perfectamente, lo que no sucede en todas las familias. En cualquier cultura casi siempre lo hacen imposible, en tanto que las violencias físicas, sexuales y verbales no están reguladas del mismo modo según de que cultura se trate.
En Occidente, en la Edad Media el concepto de persona tenía poco significado, ya que solo contaban la supervivencia y el orden social. Uno de cada dos niños moría durante la primera infancia, la esperanza de vida de las mujeres no superaba los treinta y seis años y, en aquella época, casi todos los hombres que se morían mas tarde habían sufrido numerosas fracturas. En un contacto técnico como ese, en el que la violencia era cotidiana, ni se podía plantear el concepto de maltrato, ya que no tenia relevancia alguna, era normal y adaptativo.
La condición masculina era de una violencia extrema entre las guerras insensatez, los bandidos que entraban en las casas e impedían los desplazamientos, la hambruna, las frecuente epidemias y, sobre todo, unas condiciones de trabajo en las que el cuerpo, que era la única herramienta, dolía en cuanto se hacían los primeros esfuerzos musculares.
En este contexto cultural, la condición femenina era aún mas dura, ya que el vientre de las mujeres tenía la única función social de traer el máximo número posible de hijos al mundo, sus brazos estaban al servicio de los demás y su persona tenía aún menos valor que la de los hombres.
Esas violencias adaptativas se vieron mitigadas por el cristianismo medieval que dio a las mujeres la posibilidad de elegir a su cónyuge, y por las revoluciones tecnológicas, pues cada descubrimiento, al relativizar su función de herramienta domestica, liberaba la aptitud de las mujeres para verse como personas.
Dicha evolución tecnológica y cultural tomó fuerza a mediados del siglo XX, cuando el dominio de la naturaleza y los progresos relacionales descalificaron la violencia, ya que le hicieron perder su función adaptativa y subrayaron su efecto destructor.
Así pues, el hecho de no tolerar mas la violencia y considerarla un fenómeno patológico es también la prueba de nuestros avances. Quienes hoy en día son violentos sufren una dificultad de desarrollo que les vuelve incapaces de adaptarse a nuestra nueva cultura. Infligen a las mujeres víctimas de la violencia física, sexual y relacional un sufrimiento traumático que les convierte en agresores.
Pero las estadísticas son alarmantes. Las cifras dependen en un grado sorprendente de la definición que se de a la palabra “violencia”. Si se considera que un hombre es violento cuando “hace observaciones" ¡sobre tu manera de vestir o de peinarte!... cuando te preguntan de donde vienes… cuando se niega a conversar contigo…”, obtenemos un 10% de violencias conyugales. No obstante, hay violencias indiscutibles: cuando un hombre “te da un violento empujón…, te pega una bofetada…, te encierra o intenta estrangularte”; esos gestos que buscan la destrucción no dependen de la verbalidad.
Cuando intentamos no dejarnos arrastrar a una venganza sexista, las cifras fiables son muy alarmantes. Una mujer de cada cinco ha sido víctima de agresión sexual, sobre todo las discapacitadas. La mayoría de agresores son hombres conocidos por la víctima. Cuando se hace callar a las víctimas, como ha hecho nuestra cultura, los trastornos son mas graves y duran mas tiempo.
Los agresores acostumbran a ser hombres. A veces buscan satisfacer un placer sádico, pero, en cambio, en la mayoría de ocasiones se valoran poco a si mismos y creen que mejoraran su escasa autoestima ¡pegando a su mujer! La violencia de género, poco denunciada en las comisarías, es mas importante de lo que pensamos. Casi siempre revela una incapacidad para dominar las propias emociones y es, por lo tanto, prueba de un trastorno de desarrollo.
Hoy día la violencia solo es destructiva, pero disponemos de los medios para eliminarla. El desarrollo afectivo de los niños, el descubrimiento del otro, el dominio de las emociones mediante el arte, la palabra, la ley y la expansión cultural deberían permitirnos reducir esta plaga. Todos estos ingredientes constituyen los factores de resiliencia que permiten volver a aprender a vivir tras un trauma. Si trabajamos la resiliencia, podremos luchar contra la violencia y curar sus heridas.
Tal vez podamos así mejorar las relaciones entre los sexos.
Es factible. Es necesario.
BORIS CYRULNIK por gentileza de la Obra Social de “La Caixa”
Para que la pareja armonice sus deseos, angustias y cóleras, los gestos y las palabras, se deben controlar perfectamente, lo que no sucede en todas las familias. En cualquier cultura casi siempre lo hacen imposible, en tanto que las violencias físicas, sexuales y verbales no están reguladas del mismo modo según de que cultura se trate.
En Occidente, en la Edad Media el concepto de persona tenía poco significado, ya que solo contaban la supervivencia y el orden social. Uno de cada dos niños moría durante la primera infancia, la esperanza de vida de las mujeres no superaba los treinta y seis años y, en aquella época, casi todos los hombres que se morían mas tarde habían sufrido numerosas fracturas. En un contacto técnico como ese, en el que la violencia era cotidiana, ni se podía plantear el concepto de maltrato, ya que no tenia relevancia alguna, era normal y adaptativo.
La condición masculina era de una violencia extrema entre las guerras insensatez, los bandidos que entraban en las casas e impedían los desplazamientos, la hambruna, las frecuente epidemias y, sobre todo, unas condiciones de trabajo en las que el cuerpo, que era la única herramienta, dolía en cuanto se hacían los primeros esfuerzos musculares.
En este contexto cultural, la condición femenina era aún mas dura, ya que el vientre de las mujeres tenía la única función social de traer el máximo número posible de hijos al mundo, sus brazos estaban al servicio de los demás y su persona tenía aún menos valor que la de los hombres.
Esas violencias adaptativas se vieron mitigadas por el cristianismo medieval que dio a las mujeres la posibilidad de elegir a su cónyuge, y por las revoluciones tecnológicas, pues cada descubrimiento, al relativizar su función de herramienta domestica, liberaba la aptitud de las mujeres para verse como personas.
Dicha evolución tecnológica y cultural tomó fuerza a mediados del siglo XX, cuando el dominio de la naturaleza y los progresos relacionales descalificaron la violencia, ya que le hicieron perder su función adaptativa y subrayaron su efecto destructor.
Así pues, el hecho de no tolerar mas la violencia y considerarla un fenómeno patológico es también la prueba de nuestros avances. Quienes hoy en día son violentos sufren una dificultad de desarrollo que les vuelve incapaces de adaptarse a nuestra nueva cultura. Infligen a las mujeres víctimas de la violencia física, sexual y relacional un sufrimiento traumático que les convierte en agresores.
Pero las estadísticas son alarmantes. Las cifras dependen en un grado sorprendente de la definición que se de a la palabra “violencia”. Si se considera que un hombre es violento cuando “hace observaciones" ¡sobre tu manera de vestir o de peinarte!... cuando te preguntan de donde vienes… cuando se niega a conversar contigo…”, obtenemos un 10% de violencias conyugales. No obstante, hay violencias indiscutibles: cuando un hombre “te da un violento empujón…, te pega una bofetada…, te encierra o intenta estrangularte”; esos gestos que buscan la destrucción no dependen de la verbalidad.
Cuando intentamos no dejarnos arrastrar a una venganza sexista, las cifras fiables son muy alarmantes. Una mujer de cada cinco ha sido víctima de agresión sexual, sobre todo las discapacitadas. La mayoría de agresores son hombres conocidos por la víctima. Cuando se hace callar a las víctimas, como ha hecho nuestra cultura, los trastornos son mas graves y duran mas tiempo.
Los agresores acostumbran a ser hombres. A veces buscan satisfacer un placer sádico, pero, en cambio, en la mayoría de ocasiones se valoran poco a si mismos y creen que mejoraran su escasa autoestima ¡pegando a su mujer! La violencia de género, poco denunciada en las comisarías, es mas importante de lo que pensamos. Casi siempre revela una incapacidad para dominar las propias emociones y es, por lo tanto, prueba de un trastorno de desarrollo.
Hoy día la violencia solo es destructiva, pero disponemos de los medios para eliminarla. El desarrollo afectivo de los niños, el descubrimiento del otro, el dominio de las emociones mediante el arte, la palabra, la ley y la expansión cultural deberían permitirnos reducir esta plaga. Todos estos ingredientes constituyen los factores de resiliencia que permiten volver a aprender a vivir tras un trauma. Si trabajamos la resiliencia, podremos luchar contra la violencia y curar sus heridas.
Tal vez podamos así mejorar las relaciones entre los sexos.
Es factible. Es necesario.
BORIS CYRULNIK por gentileza de la Obra Social de “La Caixa”