En
la sociedad en que nos ha tocado vivir, la situación de la mujer
-por lo general- ha evolucionado, ha mejorado considerablemente,
pero esto no ha sido por un arranque cualquiera de espontaneidad. Se
ha debido, mayormente, a la lucha continuada de diversos movimientos
sociales, especialmente los feministas y de derechos humanos, así
como a directivas de organismos internacionales en defensa de la
igualdad y de los derechos de la mujer y contra la violencia.
En
cualquier caso, vemos, no sin cierto estupor que ha cambiado más en
la forma que en el fondo.
Resulta
duro creerlo, pero justificamos y racionalizamos para defendernos de
esta terrible realidad. Lo peor es que frecuentemente la eludimos
culpando a la víctima y justificando al agresor o lo que es igual,
con marcada actitud de tolerancia. Y se racionaliza la violencia
contra la mujer vinculándola al alcoholismo u otras adicciones, a
celos, a marginación, a enfermedad mental así como a otros
factores externos. Pero en definitiva, son elementos que no hacen
más que actuar de desencadenantes, pero que nunca, nadie, ha sabido
explicarnos como esas circunstancias, y no otras, convierten
automáticamente a los hombres en agresores y en víctimas a las
mujeres.
Ni
la tolerancia ni el propio fenómeno de la violencia de género
conocen fronteras, ni culturas, ni tiempo. Se manifiesta allí donde
la desigualdad entre hombre y mujer lo permite y los mitos y
creencias populares la justifica y socializa, haciendo que todas las
personas tengamos integrada esta vergonzosa tolerancia.
Reconocer
y transformar esas actitudes es esencial y necesario para hacer un
modelo de sociedad igualitaria, más justa y mejor.