RECOMENZAR EN IGUALDAD DE GÉNERO
La nueva legislatura en el Congreso de los Diputados arranca con una diputada menos que la anterior. Y ello a pesar de la Ley de Igualdad, que obliga a la quasi-paridad en las listas electorales. Los partidos políticos, todavía genéticamente tan machistas como la sociedad a la que reflejan, se las han ingeniado bien para mantener el poderío masculino. Realmente pienso que hemos avanzado mucho, pero nos estamos deteniendo. La sensación es que hemos llegado a un muro invisible, que no es de hormigón sino de una goma inquebrantable que se dobla al contacto pero nunca se rompe, recuperando su forma tras la presión pero desgastando sin pausa a quien la presiona. Esa goma es el sistema, la estructura social que hemos interiorizado hombres y mujeres desde la infancia, que continúa reproduciéndose y observándose en niños y niñas de escuela, en chicos y chicas de universidad. El hombre por encima de la mujer, el hombre legitimado para mantenerse por encima de la mujer, protegiéndola de sí misma.
Los últimos asesinos de mujeres pretendían protegerlas de sí mismas, de su libertad. La violencia de género es un crimen por convicción, en donde el hombre se siente legitimado, convencido, de ser el intérprete de la realidad con la que debe vivir una mujer. Si ella no se ajusta a esa realidad predeterminada desde la masculinidad dominante se convierte en una amenaza que hay que desarmar por la fuerza de la violencia. Hay más de dos millones y medio de hombres rompiendo mujeres a diario en España. Los últimos asesinos, aquéllos que están tras las rejas del Código Penal de un sistema que el propio sistema se resiste a asimilar, están ahora pensando que hicieron lo que debían y que, en todo caso, las autoridades deberían haber intervenido antes para enviarlos a unos cursos que les ayudaran a controlar mejor a sus mujeres para que no tuvieran la necesidad de matarlas.
La mayoría de los agresores de mujeres reconocen que tienen un problema. A ellos les gustaría no tener que llegar a los niveles que llegan de agresión si encontraran una manera, digamos menos molesta, de controlar a sus mujeres. Hay cada vez más esfuerzos de intervención terapéutica financiados por los poderes públicos que se denominan cursos de rehabilitación. No son terapias o programas de reinserción o iniciativas de reinvención del hombre, sino cursos. Los agresores acuden allí, por tanto, a aprender. Ignoro lo que aprenden realmente en esos cursos, pero la que sí tengo clara es la definición del modelo mental con el que estos hombres están interpretando la realidad de esos cursos.
En la mayoría de los agresores (se salva menos de un 5%), el objetivo es mantener la pareja, continuar controlando a su mujer de otra forma, que no se note tanto, que no le ocasione tantas molestias con la sociedad a su alrededor, con esos grupos de feministas que están empeñadas en abolir el patriarcado. ¿Qué patriarcado?, se preguntan ellos. ¡No se puede ir contra la naturaleza y el hombre es el hombre!
El problema que reconocen tener la mayoría de los agresores de género es la mujer con la que conviven, que les hace la vida imposible, que quiere vestir a su antojo, sentir a su antojo, moverse como un ser humano dotado de voluntad y conciencia autónomas, incluso pensar. El problema de la mayoría de los agresores de género es que las mujeres quieren ser.
La violencia de género es la negación del ser a la mujer y los agresores, los encargados de anular la capacidad de ser de una mujer. La sociedad continúa sin entenderlo, y lo peor es que en este momento cree que ya lo entiende, que no es necesario hacer más que cursos de formación, terapias de pareja, intervenir nada más que en las agresiones graves, dejar los insultos en la pareja como algo normal de una discusión. Lo peor en el momento de afrontar un problema no es reconocer que no lo tienes, sino creer que ya lo comprendes y que has puesto todo lo necesario para solucionarlo.
No es la Ley Integral de 2004 para la erradicación de la violencia de género lo que deja de funcionar cada vez que un hombre asesina a una mujer o la Ley de Igualdad la ineficaz cuando tenemos una diputada menos, es la propia sociedad la que ha fallado. Si no entendemos que la Ley Integral sobre violencia de género no está encaminada únicamente a extinguir la violencia sino a subvertir el modelo social, cada vez que asesinen a una mujer culparemos a una ley que no funciona.
La que no funciona es la sociedad en la imperiosa necesidad de aislar, marginar, rechazar y reprimir cada mínima conducta de dominación de una mujer por un hombre; la que no funciona es la sociedad cuando no entiende que no estamos ante un problema aislado de violencia, sino que esa violencia es la expresión de una estructura subyacente que legitima la superioridad del hombre hacia la mujer; la que no funciona es una sociedad en donde todos los esfuerzos para erradicar la violencia de género son impulsados por mujeres, en donde los hombres nos consideramos ajenos al problema porque lo contrario significaría reconocer que todo lo que nos han hecho sentir desde la infancia es ilegítimo y falso.
Contra la violencia de género hay que desaprender todo lo que hemos aprendido sobre hombres y mujeres. Y la próxima legislatura, con una diputada menos, hay que ser valientes, tan osados y osadas como hemos venido siendo pero con muchos menos complejos. Hay que resituar a las instituciones para afrontar mejor el problema. La Delegación Especial del Gobierno debería alojarse en La Moncloa y salir del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, un espacio en donde las competencias están transferidas en su práctica totalidad a las comunidades autónomas.
Hay que acercar el centro de gravedad institucional a la pirámide de las políticas de Estado. Y hay que poner a un hombre a ejercer de delegado adjunto del Ejecutivo, bajo la dirección de una mujer. La Delegación del Gobierno debe tener representantes de las autonomías en su comité de dirección. La ley hay que dotarla de presupuesto y hay que reformular la seguridad en torno a los agresores y a las víctimas. Ahora que parece que hemos conseguido algo hay que renovarse como si no hubiéramos conseguido nada, porque realmente estamos al principio del principio.
La nueva legislatura en el Congreso de los Diputados arranca con una diputada menos que la anterior. Y ello a pesar de la Ley de Igualdad, que obliga a la quasi-paridad en las listas electorales. Los partidos políticos, todavía genéticamente tan machistas como la sociedad a la que reflejan, se las han ingeniado bien para mantener el poderío masculino. Realmente pienso que hemos avanzado mucho, pero nos estamos deteniendo. La sensación es que hemos llegado a un muro invisible, que no es de hormigón sino de una goma inquebrantable que se dobla al contacto pero nunca se rompe, recuperando su forma tras la presión pero desgastando sin pausa a quien la presiona. Esa goma es el sistema, la estructura social que hemos interiorizado hombres y mujeres desde la infancia, que continúa reproduciéndose y observándose en niños y niñas de escuela, en chicos y chicas de universidad. El hombre por encima de la mujer, el hombre legitimado para mantenerse por encima de la mujer, protegiéndola de sí misma.
Los últimos asesinos de mujeres pretendían protegerlas de sí mismas, de su libertad. La violencia de género es un crimen por convicción, en donde el hombre se siente legitimado, convencido, de ser el intérprete de la realidad con la que debe vivir una mujer. Si ella no se ajusta a esa realidad predeterminada desde la masculinidad dominante se convierte en una amenaza que hay que desarmar por la fuerza de la violencia. Hay más de dos millones y medio de hombres rompiendo mujeres a diario en España. Los últimos asesinos, aquéllos que están tras las rejas del Código Penal de un sistema que el propio sistema se resiste a asimilar, están ahora pensando que hicieron lo que debían y que, en todo caso, las autoridades deberían haber intervenido antes para enviarlos a unos cursos que les ayudaran a controlar mejor a sus mujeres para que no tuvieran la necesidad de matarlas.
La mayoría de los agresores de mujeres reconocen que tienen un problema. A ellos les gustaría no tener que llegar a los niveles que llegan de agresión si encontraran una manera, digamos menos molesta, de controlar a sus mujeres. Hay cada vez más esfuerzos de intervención terapéutica financiados por los poderes públicos que se denominan cursos de rehabilitación. No son terapias o programas de reinserción o iniciativas de reinvención del hombre, sino cursos. Los agresores acuden allí, por tanto, a aprender. Ignoro lo que aprenden realmente en esos cursos, pero la que sí tengo clara es la definición del modelo mental con el que estos hombres están interpretando la realidad de esos cursos.
En la mayoría de los agresores (se salva menos de un 5%), el objetivo es mantener la pareja, continuar controlando a su mujer de otra forma, que no se note tanto, que no le ocasione tantas molestias con la sociedad a su alrededor, con esos grupos de feministas que están empeñadas en abolir el patriarcado. ¿Qué patriarcado?, se preguntan ellos. ¡No se puede ir contra la naturaleza y el hombre es el hombre!
El problema que reconocen tener la mayoría de los agresores de género es la mujer con la que conviven, que les hace la vida imposible, que quiere vestir a su antojo, sentir a su antojo, moverse como un ser humano dotado de voluntad y conciencia autónomas, incluso pensar. El problema de la mayoría de los agresores de género es que las mujeres quieren ser.
La violencia de género es la negación del ser a la mujer y los agresores, los encargados de anular la capacidad de ser de una mujer. La sociedad continúa sin entenderlo, y lo peor es que en este momento cree que ya lo entiende, que no es necesario hacer más que cursos de formación, terapias de pareja, intervenir nada más que en las agresiones graves, dejar los insultos en la pareja como algo normal de una discusión. Lo peor en el momento de afrontar un problema no es reconocer que no lo tienes, sino creer que ya lo comprendes y que has puesto todo lo necesario para solucionarlo.
No es la Ley Integral de 2004 para la erradicación de la violencia de género lo que deja de funcionar cada vez que un hombre asesina a una mujer o la Ley de Igualdad la ineficaz cuando tenemos una diputada menos, es la propia sociedad la que ha fallado. Si no entendemos que la Ley Integral sobre violencia de género no está encaminada únicamente a extinguir la violencia sino a subvertir el modelo social, cada vez que asesinen a una mujer culparemos a una ley que no funciona.
La que no funciona es la sociedad en la imperiosa necesidad de aislar, marginar, rechazar y reprimir cada mínima conducta de dominación de una mujer por un hombre; la que no funciona es la sociedad cuando no entiende que no estamos ante un problema aislado de violencia, sino que esa violencia es la expresión de una estructura subyacente que legitima la superioridad del hombre hacia la mujer; la que no funciona es una sociedad en donde todos los esfuerzos para erradicar la violencia de género son impulsados por mujeres, en donde los hombres nos consideramos ajenos al problema porque lo contrario significaría reconocer que todo lo que nos han hecho sentir desde la infancia es ilegítimo y falso.
Contra la violencia de género hay que desaprender todo lo que hemos aprendido sobre hombres y mujeres. Y la próxima legislatura, con una diputada menos, hay que ser valientes, tan osados y osadas como hemos venido siendo pero con muchos menos complejos. Hay que resituar a las instituciones para afrontar mejor el problema. La Delegación Especial del Gobierno debería alojarse en La Moncloa y salir del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, un espacio en donde las competencias están transferidas en su práctica totalidad a las comunidades autónomas.
Hay que acercar el centro de gravedad institucional a la pirámide de las políticas de Estado. Y hay que poner a un hombre a ejercer de delegado adjunto del Ejecutivo, bajo la dirección de una mujer. La Delegación del Gobierno debe tener representantes de las autonomías en su comité de dirección. La ley hay que dotarla de presupuesto y hay que reformular la seguridad en torno a los agresores y a las víctimas. Ahora que parece que hemos conseguido algo hay que renovarse como si no hubiéramos conseguido nada, porque realmente estamos al principio del principio.