Aprendí que, con el tiempo, las máscaras
caen y que como asegura el dicho atribuido a Abrahan Lincoln, “Puedes
engañar a todos algún tiempo, o a algunos todo el tiempo, pero no a todos todo
el tiempo.”
Ya no tiemblo al entrar por la puerta de casa. Ahora me repito en voz baja: “Estoy a salvo”.
No tengo un parte de lesiones, ni un golpe que pueda enseñarse, ni una
orden de alejamiento que me proteja. Pero ya nadie me persigue con un móvil en
la mano para grabar cada paso. Ya no hay brazos en jarra esperando recriminarme
cómo pongo el lavavajillas, cómo tiendo la colada, cómo ordeno la casa, a qué
hora acuesto a los niños o por qué no le hago transferencias.
Ya nadie me despierta de forma súbita por las noches. Nadie altera a mis hijos
para fabricar la imagen de una madre que no contiene. No, no, no…
En lugar de recriminaciones, hay silencio, un silencio que resuena en eco con mis propios pensamientos y se me repite como un mantra: “estoy a salvo”, “estoy a salvo. A salvo de quien se me incrustó en la médula como un parásito, dañino y cruel, a salvo de él y de su clan que lo alimentaba como una milicia perversa. A salvo de ese pavo real que se hinchaba de orgullo entre los suyos y desplegaba su brillante plumaje ante la sociedad, sembrando dudas sobre mi cordura, cuestionando mi equilibrio emocional con cantos de sirena...
Pero el primer canto de sirena que tuve que destruir fue el mío. Necesité
poner un espejo frente a mí una y otra vez, obligándome a mirar lo que no
quería ver. Poco a poco encontré a mi verdadero yo -enjaulado tras barrotes que
yo misma había levantado para protegerme- y me liberé... Entendí que la fuerza no
viene de la rabia, ni de los desgastes, ni del sufrimiento, sino de la compasión y de la calma de
quien ya sabe hacia dónde caminar porque ya ha retomado su rumbo, tanto tiempo
perdido…
Hoy mi lucha es con las quincenas interminables y los fines de semana
alternos, y con esos momentos en que las lágrimas escapan sin pedirme permiso.
Pero cuando abro bien los ojos, ahí están: tres pares más de ojos que me miran,
que me reclaman, que me necesitan.
Y siento que todo ha valido la pena, porque no hay ejército más poderoso ni muralla más alta
que el amor de mis hijos. Me elegí a mí, aposté por mí misma. No porque fuera
fácil, sino porque encontré en mí la fuerza para no rendirme.
Estoy a salvo.