Soy una persona, soy una mujer en la mitad de la vida,
y voy a dejar ir sobre el papel mi
fortaleza y mi vulnerabilidad, con ambas puedo expresarme y señalar a un ser exaltado de odio
y anclado en un malsano exterminio. Mi experiencia como persona, mi experiencia
como mujer, como mujer maltratada, mi vivencia aquí en este escrito haciéndome justicia en mis malas experiencias.
Hace casi once años viví, diez años de mal-trato, de
no-trato de des-trato de inferior -trato, de sub-trato, sufriendo sin saber ni
tan siquiera porqué sufría tanto, porqué no quería estar en casa, porqué me sentía
tan infeliz. Yo era como la rana del síndrome, cociéndome en un fuego sutilmente
lento, y él un cocinero frio y meticuloso, tan cocida ya, tan semimuerta, que
era incapaz de sentir que el agua estaba a punto de ebullición conmigo dentro.
Y de golpe y así fue, literalmente, del golpe,
desperté un día. Y el terror psicológico se convirtió en terror físico,
me cogió por el cuello y me intentó estrangular, dejó huellas, aquello ya no
parecía que era maltrato, aquello era maltrato, no eran mis fantasías, esta vez no se le había ido la boca, ni la actitud,
se le fueron las manos. Y que suerte, y que mala suerte que mi hija tuviera
sólo 4 años y que sólo se acordara a partir de ahí de que un día estuvieron
unos mosos de escuadra en casa.
Oficialmente juzgaron y acabaron condenando a un
hombre por agresión física, por amenazas de muerte hacia mí, para mi estaban
condenando a un perverso psicológico, a un psicópata que maltrataba con sus
palabras y sus silencios en la cocina, que humillaba en el dormitorio, a un
perverso con oficio de actor en el mundo exterior, y con oficio de verdugo en
el mundo interior.
Mi familia, mis padres, optaron por silenciar, por enterrar a
escondidas y por la noche el cadáver de lo malvivido, y yo les ayudé con la
pala a tirar tierra, mimetizada con ellos
en el que dirán, que pensarán, la culpa siempre hacia dentro, lapidando un poco
más mi autoestima ya devastada. En sus ojos leía, como cuando era una niña,
algo habrás hecho mal, y yo me decía, algo habré hecho... por un proteccionismo
mal entendido de mi hija, de su nieta, que no se sepa que es su padre, por unas raíces milenarias ancladas en un
machismo ancestral y metido hasta en el cuerpo,
por estar impregnados de las normas más dañinas y machistas
de la incultura de aldea.
A ellos les pasó por encima, a mí me atravesó arrasando
como un río fuera de su cauce, me había dañado, tenía quemaduras en la capa más profunda de la piel de mi
alma, y obedecí y tiré para adelante, inundada por dentro de lágrimas, de
rabia, no reparé a la mujer sin autoestima desde la niñez, me lo tapé siguiendo
como si nada, como si todo se hubiera reducido a simplemente un mal día; como
si sólo el día del maltrato físico hubiera sido maltratada. Pero fueron todos
los días durante diez años donde hubo maltrato. Y si no hay un destrozo
psicológico previo, no hay un destrozo físico posterior.
Ahora sé, tanto tiempo después, que fui educada para parecer una mujer inteligente, educada,
culta, y una mujer así no-se-deja-maltratar, y si la maltratan es porque se
deja y ha elegido mal, veredicto: culpable.
Por lo tanto lo merece.
Pero también fui domesticada para pasar de la cárcel
invisible de unos padres para quienes en realidad, era un ser inferior por ser
mujer, a ser propiedad de un hombre dispuesto a perpetuarlos, a romper esa
cárcel. Cuando externamente todo parecía perfecto, era un acto de insumisión a
unos principios arcaicos, insertados en los genes, de “tu eres alguien con
respecto a”, “no eres alguien en ti misma”, de nuevo, veredicto: culpable, una mujer divorciada en la
familia, una mujer sin la tutela de unos padres ó de un marido; no era un buen
hombre, pero no importaba, parecía un buen hombre y eso debía ser suficiente. Y
además una niña, mi hija necesitaba la figura paterna, la figura de su padre.
Pasó poco tiempo, de nuevo, afortunada y
desafortunadamente, algo en mi cayó; caí en una depresión. El sufrimiento
pasado se manifestó, se instaló, de
nuevo un entorno familiar que había hecho del maltrato como que no había
pasado, hizo de la depresión lo mismo, de nuevo, veredicto: culpable, ¿qué podía esperar?
Decidieron, si, decidieron que yo estaba en manos de
una depresión por voluntad propia. Desde la incultura una depresión, no existe y que mi hija hasta donde no llegaba yo, era
mejor que llegara su padre. Parecerá increíble, pero había pasado mucho
tiempo. Caí en la trampa. Pasó entonces a relacionarse más con su padre,
ayudado por mis padres.
Y así, poco a poco, durante años convirtiéndola en el
martillo indirecto de lo que no pudo acabar. Empezó a poner en la boca de mi
hija las mismas frases, las mismas palabras. Aprovechando mi debilidad, de
nuevo, algo sutil y leve, que subió de intensidad al ver que, parecía que yo
remontaba.
La buena gente que encontré en el camino que me empujó
y me arrastró, me sostuvo y me dio fuerza para salir. hasta el punto de
reconstruir mi vida, con un hombre, con un ser que ha sido mi bendición, y que
está a mi lado y conmigo en esto. Que hoy me ve sufrir por mi hija, por ver
como se aleja de mí, por ver lo abducida que está, por ver como reproduce lo
que el machista le ha inculcado.
Para mí, hoy,
este escrito es un pequeño paso, un, “no le permito a un maltratador
estar en mi vida, ni directa, ni indirectamente”. Un día fui su rehén, y
escapé; hoy lo está siendo mi hija, y escapará.
Yo he perdido años reconstruyéndome y hoy ya sé que un
ser humano sólo le pertenece a la vida, que hay vínculos sagrados, eternos,
como lo es el de una madre y su hija que no puede romper otro ser humano.
De nuevo confío, confío en la vida para que, como
tantas veces he presenciado, todo acabe colocándose en su lugar. Y que a pesar
de que, de nuevo se ha instalado el dolor en mi, no dejaré de pelear por lo que
quiero, por el ser más importante que hay en mi vida, mi hija, y no, no voy a
caer en el odio. Caeré una y otra vez en el amor, en el amor a mí misma, y a
las personas que quiero y que me quieren.