Otra de las características del maltrato a
la mujer es que este no suele terminar con el mero cese de la convivencia de la
pareja, ni con la separación/divorcio, ni con la denuncia, ni con una
orden de alejamiento. Los malos tratos pueden continuar
perpetrándose -de una u otra forma- a lo largo de muchos años e incluso a
lo largo de toda la vida.
Es muy frecuente que las
mujeres víctimas se pregunten una y otra vez ¿hasta cuándo? ¿Es que esto no
tiene final? ¿Se cansará algún día?
Pero los malos
tratos no terminan fácilmente. Y no terminan porque no son una trayectoria
ni un camino a recorrer, no un fin en sí mismos. Los malos tratos es el medio,
el método que usa el agresor para imponer su criterio, su poder, su
control y dominio y seguir así castigando la falta de obediencia a sus
principios machistas; es la herramienta que usa para aleccionar a una mujer que
él considera una cosa de su propiedad.
Y cuando no lo puede
llevar a cabo de manera directa, lo hace a distancia a través de los
hijos, familiares, amigos, compañeros de trabajo. Y si no puede hacer daño físico, será
psicológico o económico o bien atentará contra su prestigio social. Pero mantener el maltrato -pese a todo- puede ser una constante.
Y esto es así de una forma abierta o soterrada aun cuando los propios
Tribunales de Justicia lo hayan condenado. El maltratador, tratará de encontrar
una fisura por donde colarse en la vida de la víctima. Y lo llevará a
cabo siempre que pueda, pero además, con sorprendente naturalidad porque
es algo para lo que se siente legitimado, algo que considera un derecho
irrevocable.
Su rígida estructura
mental le impide ser de otra manera. “Necesita” imponerse sobre la mujer,
necesita sentir que es capaz de dominarla y renovar así esa hombría que ella ha
puesto en entredicho al romper la traza, el camino que él, como hombre,
había marcado. Es pues, una cuestión de honor patriarcal.
“Tus lágrimas son mi
vitamina”, decía un maltratador a su víctima.
Como las alimañas, se
nutre del poder que impone a través del miedo, de la sangre que succiona, del
terror que siembra en torno a una víctima cada vez más pequeña, indefensa y
frecuentemente incomprendida por una sociedad que todavía no ha aprendido todo
sobre el maltrato. Así, el dolor que genera garantiza su triunfo, su
supervivencia, reafirma su poder.
Se dice que el miedo de la víctima es
proporcional al temor que sufriría el agresor por la ruptura, por la pérdida.
Todo esto se recrudece
en el caso de los perversos narcisistas, donde a través del acoso el maltrato
puede alcanzar cotas insospechadas y muy dañinas.
Y son estos unos hechos
que, al menos para el maltratador no admiten cambios.